La primera vez que me encontré
en una situación igual a esta, fue en los años setenta, en la escuela del
pueblo donde nací.
Estaría en primero, o segundo
grado, cuando la maestra cariñosamente, me pidió que pasara al frente, y leyera
las palabras que estábamos aprendiendo del libro.
Erguida de orgullo y con voz cándida,
me enfrenté al resto de mis compañeros y dije ampulosamente: -Lluvia.
Levanté la vista de la
lectura y sonreí feliz, sólo para descubrir la mirada desaprobadora de mi
jueza.
- No. No es “yuvia”.-me
corrigió con claras señales de haber esperado algo mejor de mí. -Lee bien.-
Volví a mirar las letras con
cuidado.
Si, decía “lluvia”, hasta
estaba dibujado un paraguas, y las líneas cortadas, con las que se expresan las
gotas.
Me confundí, levanté la vista
y volví a decir tímidamente: lluvia.
El intento no dio resultado. Casi
enfurecida, caminó desde el fondo del aula, y se puso a mis espaldas.
-Se pronuncia “liuvia”, no
“yuvia”.- Dijo enérgicamente. -Repetí. “Liuvia”.-
Traté de hacer mi mejor
esfuerzo, pero de mi boca salió el mismo “lluvia”, que había aprendido de mi
familia; que usaban los vecinos del barrio; el que hasta ahora servía para describir, un
simple suceso climático, en el mundo donde habitábamos.
La maestra volvió a insistir
con gestos de enojo en todo su cuerpo.
Quería que pronunciara exactamente,
como decía el libro.
Entonces reaccione, de la única
manera que podía una niña de 8 años.
Me puse a llorar. Si, a
llorar, como se hacía en mi pueblo, con “Y”.
Ejercicio para el curso de Oratoria, "Narrar una anécdota de infancia".
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